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Opinión | ¿Derecho a delinquir? Por María Fernanda Cabal

Por María Fernanda Cabal

La protesta pacífica en Colombia se ha convertido en el nuevo garrote a la paz social. Aquella paz que queremos disfrutar -y a la que tenemos derecho-, todos los ciudadanos que trabajamos y cumplimos las normas de convivencia social.

Los anarquistas, que invierten su esfuerzo en la destrucción de aquello que han construido los demás, tienen la idea absurda de creerse con «derechos superiores» para fastidiar a la mayoría que actúa normal y decentemente. «Destruirlo todo para construirlo todo»; supuestamente, porque jamás han hecho nada útil para el bien común-, es su postulado perverso.

¿Quién niega que haya insatisfacción en muchos ciudadanos por numerosas situaciones que padecen por cuenta de la inoperancia del Estado? Una mala atención en salud, el raponeo permanente en las calles, el empobrecimiento creciente por cuenta del Coronavirus y la pésima política de reapertura donde Bogotá, la ciudad capital que más contribuye al PIB nacional y que a hoy se destaca por la quiebra de los sectores que han sido los mayores exponentes del impulso económico. Gracias a una alcaldesa que bravuconea, señala y no asume responsabilidades.

El «derecho superior a la protesta», que terminó cobijado por una decisión inaceptable de la sala de revisión de la Corte Suprema de Justicia, se constituye en una patente de corso, garantía de impunidad e imposición de una falsa tolerancia a la violación sistemática de los derechos al trabajo, a la movilidad, a la paz social e incluso a la integridad personal.

Someter a los más pobres al traumatismo de no poder utilizar el sistema de transporte masivo para regresar a sus hogares después de una extenuate jornada de trabajo, es un crimen. Y se desestima hoy, por la irracionalidad de los accionantes de la tutela y por quienes favorecen sus pretensiones.

“Problemática nacional de intervención sistemática, violenta, arbitraria y desproporcionada de la Fuerza Pública en las manifestaciones ciudadanas”, son los adjetivos que usan en la sentencia de tutela los magistrados de la Sala de Revisión de la Corte Suprema, de forma generalizada e injusta frente al actuar de los miles de hombres y mujeres de la fuerza pública que son en su mayoría servidores de origen humilde, que arriesgan su vida y su seguridad física por la salvaguardar de los demás.

El garantismo de la Constitución del 91 es la excusa y el vehículo para justificar lo injustificable. Así, nos imponen a través del litigio estratégico y de los fallos judiciales, una clara agenda progresista; y quienes no ganaron las elecciones y no han sido elegidos por voto popular, nos someten a sus designios.

¿En qué quedó el presupuesto fundamental de la democracia liberal, donde el límite de mis derechos termina donde comienzan los derechos de los demás? ¿Acaso el tiempo de la gente no vale? ¿Por qué la tranquilidad y el descanso no se constituyen en un patrimonio valioso del ciudadano? ¿Será que la protección a los bienes públicos y privados no están contemplados en la Constitución?

Maquillar la barbarie del terrorismo de las células urbanas del ELN y las FARC, como ha sido probado en las investigaciones recientes de la fiscalía, como una «protesta pacífica», es inaceptable, ilegítimo e inmoral. (Citar una frase de la dictafura judicial de alguien importante).

El fallo de tutela de la Corte demuestra, además, cómo se invaden otras esferas del poder público; convirtiendo los efectos de esta herramienta, que son «Inter partes», en «erga-homnes», actuando no sobre una probabilidad de una inminente vulneración de derechos a futuro, sino por hechos sucedidos en el pasado; desnaturalizando su objetivo como herramienta excepcional para evitar un daño inminente.

Desprestigiar las fuerzas del orden, «rediseñar» las políticas de seguridad del Estado por aquellos que quieren reformarlo todo -pero no reformar la conducta de los desadaptados que encuentran validación en los accionantes que los respaldan y en los jueces que los validan, destruye los cimientos institucionales en los que se afinca la República.

Nadie se acordó de la señora María Vilcue; ella no encaja en las pretensiones de quienes se alían para destrozar el futuro del país. Ella venía de su trabajo hacia su casa. No había quemado ningún CAI. Ella estaba en una acera cuando fue arrollada y asesinada por quienes hoy encuentran respaldo en el fallo.

La Constitución es clara respecto a la protesta social, la proporcionalidad de la fuerza y demás disposiciones que aborda el fallo. En otras palabras, este pronunciamiento de la Corte peca por extralimitación y redundancia.

Las mayorías silenciosas deben pronunciarse o sino verán socavados los pilares de una sociedad donde los buenos somos más, pero los malos más audaces y temerarios.